Soy el hombre del clima:
tengo mis tres minutos de fama de lunes a viernes cada media hora en
la pantalla de un canal de aire en un noticiero que va de seis a
nueve. Visto de traje y he tenido una corbata con bicicletas.
Amanezco a las cuatro cuarenta y uno de la madrugada. Me baño la noche anterior. Lo primero que hago después de apagar el despertador es darle de comer al gato. Enciendo un cigarrillo. Miro por la ventana. El sesenta me deja a cuatro cuadras del canal.
Algunas personas me reconocen, porque soy el hombre del clima, el
tipo que dice cómo tenés que salir a la calle, cuánto abrigo
deberías llevar encima, qué calzado se recomienda para una jornada
con posibilidad de lo que sea. La gente a veces me felicita. Otros me
insultan. Me insultan mucho. Una vez dos pibes me golpearon porque
había dicho que llovería y no llovió. Soy el cordero atado de pies
y manos, desangrándose en la tierra reseca de una localidad rural en
el Conurbano más hostil, una sucursal del resentimiento climático,
puchinbol del capricho natural. Soy amo y señor del pronóstico. Mis
amigos que tienen barco me llaman para consultar el momento más
propicio para salir a navegar con sus amantes de fin de semana,
estilizadísimas secretarias rubias que conocen en consultorios
oftalmológicos de Recoleta. Soy expendio de buenas y malas noticias.
De vez en cuando hago un chiste frente a cámara: los conductores
celebran la humorada con esa risita absurda de publicidad de crema
reafirmante, simpatía profiláctica que todos aceptamos con desgano
en las primeras horas del día. Arriba, a despertarse que es
jueves y mañana es viernes,
comenta la conductora de escote amenazante. Algún día no habrá
mañana porque una lluvia infinita nos sepultará a todos. Es una
pena que ella no lo sepa.-
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imagen extraída de aquí.-
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