En los tres primeros minutos a oscuras -que coinciden con los tres mil primeros intentos fallidos por encender algún velador de la habitación-, sentí el pánico en los ojos, el negro absoluto y profundísimo. Debí mantenerme tranquilo para no gritar: improvisar un paseo turístico al ras de las paredes de mi propia casa a la que jamás había visitado tan quieta. Tropecé con una silla y una remera: estaba cerca del baño. En algún lugar de la cocina, el perro respiraba. O podría haber sido alguien más, que aprovechó el corte de luz para meterse en casa y robar lo poco que tengo: libros, algo de dinero, el televisor que todavía no termino de pagar. Era obvio que nadie había entrado en casa. Mejor sentirlo así, convencerse. Me arrastré hasta la cocina y choqué con la heladera para sacar la botella de agua -siempre está en el mismo rincón, fue fácil dar con ella. Entonces comencé a ver. Ver, divisar los objetos, situarlos en donde permanecían desde hacía meses. Una vez que el ojo se acostumbra al negro permanente, las cosas toman su forma natural. Ahí están los vasos que lavé después de la cena, el tacho de basura y las guías telefónicas sobre la mesa ratona. Volví a la cama sin tener que adivinar el camino. Desde la puerta del cuarto, sin mirarte ni recordar los lunares de tu cara, supe que te movías: serpiente rubia que se estremece entre la ropa de cama. Me deslicé hasta el suelo y con la cabeza sobre el marco de la puerta, apreté los ojos. La luz no volvería hasta dentro de unos años.-
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(imagen de NNN.-)
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