Hay
una canción de Michael Bublé que sirve para enamorar adolescentes
pero que a mí me arrastra hacia los días más oscuros de la vida.
Es una melodía con ritmo y cadencia de albergue transitorio, un tema
oportuno para coger con una puta silenciosa o para aguardar el turno
en la sala de espera del dentista. Ese tema en loop a mí me lleva a
una farmacia en una isla de Estados Unidos, a las preguntas de los
viejos que buscan drogas para paliar la impotencia sexual o el mal de
Parkinson, y a las órdenes de un jefe pelado y homosexual que le
regalaba iPods Nano a los empleados brasileros con la esperanza de
verlos desnudos cortando el pasto de su chacrita gringa. Mi pantalón
de vestir negro, mi remera celeste y mi nombre bordado del lado
derecho de esa chomba siempre limpia, vibrábamos de incertidumbre
cada vez que sonaba esa canción del averno. Yo tenía el pelo un poco
más largo que ahora, menos barba, zapatos lustrados. Bublé nos
cantaba su romance cocainómano a todos los empleados sudacas que
trabajamos en esa farmacia con delirios de supermercado popular: un zoológico bilingüe al que se acercaban los residentes ricos que creen que hacen caridad cuando sonríen con artrópodo desprecio a los pendejos
que se hicieron la América y pagaron un Work and Travel con exceso
de work y dudoso travel. El asco, la ignorancia, el desarraigo, la soledad, el espanto, la competencia, las calorías malogradas y los cupones de descuento para comprar helado de cookies and cream, todo librado al vals de un Bublé genuino y sin esperanzas.-
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imagen extraída de aquí.-
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