Verano del '95: las
mallas de hombre eran tan cortas como las de los jóvenes cool de
ahora. En esos años, San Bernardo aún ofrecía una módica
propuesta familiar. Hoy es una ciudad ganada por el prorrateo
adolescente, la cocaína traída de contrabando en Lumilagros de
plástico y cementerios de botellas de cerveza clavadas de punta en
la arena de una playa cada vez más cercana al mar.
En el verano del '95 yo
tenía seis años, un hermano de tres y un gorrito piluso color
celeste. En el VHS que se muestra en pantalla, mamá -traje de baño
enterizo debajo del pareo floreado- camina conmigo de la mano entre
sombrillas y reposeras. Mi hermano y el privilegio de su edad viajan
en los hombros de papá, que sostiene la cámara y hace chistes para
animar una filmación tan estúpida como innecesaria, porque todos
los testimonios -las palabras, los gestos, las imágenes captadas-
dichos de espaldas al mar y durante el mes de enero, resultan siempre
prescindibles. Nada serio puede ser dicho desde adentro de esa
mallita a la altura de los muslos. Papá tenía puesta una de esas.
En la grabación, mi hermano y yo llevamos gorros piluso. Nada
fundamental puede ser dicho debajo de uno de esos gorros.
Habré visto más de cien
veces esos ocho segundos que dura el video. Lo descubrí por error,
una vez que necesitaba grabar unas imágenes para un trabajo práctico
en el colegio: tomé un VHS cuya etiqueta decía “Coloquio final
Comisión III” y ese título aburrido -por el rigor formal del
contenido, o adrede, para camuflar algún video soft porno captado
del cable por algún tío- me sugirió que no habría impedimento
para sobregrabar. No pude borrar el verano del '95, mamá y yo de la
mano, ella carga una heladera de telgopor y yo arrastro un bolso
verde con baldes y palitas para hacer castillos de arena. En el fondo
de la escena está el mar, subimos un médano breve, papá hace un
chiste indescifrable, mamá que se detiene, gira y le dice a papá:
“Michi, ¿podés darme una mano?”.
Le dice Michi, se escucha
clarito. Papá no se llama Miguel, ni Marcos ni Mich. Es Alberto.
Alber, para los íntimos. Pero ella no le dice Alber: hace un pedido
con tono de exigencia y estratégicamente lo llama por su apodo -su
propio apodo, al que solo ella tiene acceso-, con firmeza pero
también con dulzura, a sabiendas de que ese reclamo forma parte de
un largo rosario de reclamos de distinto tenor, siendo ese un reclamo
edulcorado, inofensivo para la estabilidad conyugal, tolerable para
ambas partes. Mamá todavía lo llama Michi, tuerce la cabeza para
hacerlo y algo pasa en sus ojos cuando lo dice. No hay ninguna chance
de que otra persona le diga así, y hasta sería desubicado que
alguien -habiendo captado al voleo el apodo caprichoso que mamá
eligió para él hace más de tres décadas- se tomara el
atrevimiento de decirle Michi, con familiaridad no correspondida.
Después del pedido de mamá -acaso el único reclamo que lograra ser capturado para dar cuenta de que ciertos reproches sobreviven al paso del tiempo-, la cámara se apaga. En la cinta, sigue la grabación de un episodio de Las Tortugas Ninja: sus protagonistas -Donatello, Raphael, Leonardo y Michelangelo- tienen nombres de pintores famosos. A quién se le ocurre decirle Michi a un tipo que se llama Alberto.-
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Imagen de NNN.-
Después del pedido de mamá -acaso el único reclamo que lograra ser capturado para dar cuenta de que ciertos reproches sobreviven al paso del tiempo-, la cámara se apaga. En la cinta, sigue la grabación de un episodio de Las Tortugas Ninja: sus protagonistas -Donatello, Raphael, Leonardo y Michelangelo- tienen nombres de pintores famosos. A quién se le ocurre decirle Michi a un tipo que se llama Alberto.-
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Imagen de NNN.-
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