Y quizá el tío Armando nunca había hablado del tema no por vergüenza, sino porque nadie le había preguntado nada ni se había tomado el atrevimiento de enderezar esa mirada alcohólica que él tenía, la dejadez en la barba crecida y el temblor en las manos densísimas. Vergüenza es robar y que te agarren, pibe, decía con esa voz de caricatura. Vos podés confiar en mí, repetía, y a mí me molestaba un poco porque aunque yo tenía doce años, sabía -como toda la familia- que confiar en el tío Armando era tener de enemigo al único doctor del barrio: una imprudencia, algo innecesario. Si tanto puedo confiar en vos, contame qué pasó esa vuelta con la tía Noemí. Armando se mordió el labio inferior y se rascó la nuca: tenía ese gesto ridículo y que lo vendía. Al principio no quería hablar: decía que ya pasó, fue hace mucho y no va volver a pasar. Después, de a poco y aunque yo no lo había pedido, se aventuró a una descripción discreta, y confesó que la mina era una bibliotecaria de Concordia, a la que había conocido en una despedida de soltero. No era puta, aclaró. Después de la descripción, yo había perdido buena parte del interés inicial, pero el tío pasó a detallar al cuerpo de una bibliotecaria tantas veces imaginada a ciegas por la angustia de la tía Noemí, que más de una vez había llamado a casa para contarle sus problemas a mamá, la desconfianza que le tenía al tío Armando desde que confesó esa empernada monumental. Y el tío que ahora moldeaba una silueta en el aire, se puso de pie, explicó que logró arrinconarla contra un lugarcito que hay entre el lavarropas y la heladera, y lo vi moverse, buscar la posición exacta en que ahondó en una bibliotecaria extasiada, de ojos enromes y ropa interior color beige y casi tan enorme como sus propios ojos. La transpiración de un tío Armando extasiado dejó empapada su camisa verde a cuadros, mientras él recordaba el frenesí de esa noche sin Noemí. Comimos carne al horno, con papas, dijo mientras se frotaba contra el televisor. En esa nostalgia entremezclada con un tío Armando jadeante ante el recuerdo de una penetración exacta, supe que ahora le era fiel a Noemí, que no había vuelto a ningún puterío, y que todavía, en la intimidad de la ducha o frente a la tía, aún se regodeaba y disfrutaba del encuentro con la tramposa bibliotecaria de Concordia.-
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