Por Salvador Durval
Quién inventó los picnics. Por qué. Y quién me mandó a venir con vos, que no dejás de meterme ramitas y pasto en la boca, cantar Mañana campestre y preguntar dónde hay un baño. Es claro que no tengo alma de hippie. Tal vez ni siquiera tenga alma. Pero estos sanguchitos de jamón y queso están bastante buenos, en eso estuviste bien, punto a favor. ¿Te das cuenta? Podemos llevarnos bien. Lástima que cojas tan mal: gol en contra, y casi casi partido liquidado. Pero no. Tenés una linda sonrisa, nunca te lo dije. Tenés linda sonrisa, digo, y vos contestás que yo no tengo nada lindo y que además soy un tarado, tarado, decís con tu voz de jardín de infantes, para luego meter más ramitas en mi boca. Mató tu onda, querida. Te reís. explicame de qué te reís. Y ya que estás, dame otro sanguchito. Cada vez que te inclinás hacia el suelo, puedo ver tus pechos a través del cuello de tu camisa. Me viene a la mente una canción de Alejandro Sanz que ahora entiendo, debería haber eliminado desde hace tiempo de mi acervo de conocimientos inútiles. Uno guarda todo lo que no sirve, hasta que acumula tanto que se caen las cosas del fondo empujadas por otras nuevas. Y vos sos una de esas latas pesadas que se arrinconan en el vértice de la alacena, y yo soy un nene que se trepa a cuanta silla y mueble encuentra a su paso, tan sólo para ver si de una vez por todas logro alcanzarte pero no, y ni siquiera puedo tirarte o correrte por otra cosa.
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