Qué bebida hija de puta, dice Ernesto y gira la botella de champagne entre sus manos. Estudia una etiqueta siempre húmeda, la compara con su copa de donde salen miles de burbujas que se pierden en la superficie. Bebida hija de puta, qué lo tiró, y frente a todos, le da un sorbo a la botella: se encuentran sus labios con el hielo del alcohol a medio congelarse y yo con vos, a mi derecha, con un vestido de noche demasiado corto. Ya distingo entre el ruido de tus tacos y el de la decena de mujeres que dan vueltas por este salón: a donde vas, una sombra de tu perfume. Yo sigo con Ernesto, que se coloca los anteojos para ver de cerca, lee el reverso de la etiqueta, qué hija de puta recuerda y estás a mis espaldas. Adivino que volviste a delinearte los ojos, a pintarte los labios, a peinarte. A veces me pregunto por qué no puedo ser como Ernesto. Su casa está llena de cruces e imágenes de santos sin nombre. Ahora él cubre con sus enormes manos una botella que se derrite y hace un charco de agua en el suelo. En la otra punta del lugar, un hombre pesado y demasiado simpático se ríe mientras su mujer, más bien petisa y envidiosa, pide que nos juntemos todos para una foto. Sólo la gente que la rodea se agrupa, y entonces te veo posar entre los invitados desconocidos, fingís que todos te caen tan bien, y de lejos sonreís, no a la cámara sino a mí que te estudio desde la mesa, y sos tan displicente que hasta volviste a ser la mujer que yo quería que fueras.-
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