En los cuatro primeros segundos luego de abrir los ojos, lo tortura un pánico exacto y que le aprieta las muelas. Se levanta despacio para que ella no se dé cuenta, y en efecto, ella no se da cuenta de que él, a oscuras, desnudo y con las piernas dormidas, llega hasta el baño tanteando las paredes para no tropezar con zapatos o el gato. Da con la luz por mera casualidad o instinto, y apenas encuentra el inodoro, en silencio vomita casi todo lo que había comido hacía apenas unas horas: pega su boca contra la cerámica hasta sentir el frío del agua que cae por los bordes. Bebe un poco, sigue vomitando y escupe una, dos, tres veces. Sangre. Limpia sus labios con papel higiénico que descarta en un rincón del botiquín. Lava su cara y desde la puerta del baño, la oye respirar. Es preciosa, e inteligente, y contadora, y muy rubia. Se acerca a la cama, quiere acariciarla pero las arcadas lo obligan a taparse la boca. Es inútil: exhala por entre los dedos, ensucia las sábanas blancas y gana sus manos y los brazos. Ruega que ella no se dé cuenta en ese momento, y en efecto, ella no se da cuenta (al menos no en ese momento). Vuelve al baño entre confundido y avergonzado. Ya no tiene sueño. Busca somníferos en el botiquín, encuentra un frasco sin etiqueta pero lleno de pastillas, carga su mano y se las traga en seco. Después, se acomoda en la bañera. Horas más tarde, lo despierta una empleada doméstica desconocida, que por pudor le tiende una toalla de manos sobre el cuerpo. Ella se fue al estudio, la empleada ya cambió las sábanas, el desayuno está servido: café negro y tostadas de salvado con mermelada de arándanos.-
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(imagen extraída de aquí)
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