Cenamos en casa, en
penumbras y casi en silencio. Bebemos vino tinto con hielo -porque a
vos te gusta ese pecado etílico- y hablamos del clima durante la
entrada, el plato principal y el postre. Recibo tus críticas por el
aromatizador -fragancia maracuyá- que instalé en el pasillo. Nos
miramos lo suficiente, yo pregunto sobre tu día en las salas de
espera y vos me respondés con preguntas sobre programas televisivos
que dan en canales de cable y que no vi porque no me interesan.
Estar juntos es un poco
ser vecinos viajando siempre en un ascensor entrechísimo, hacinados
pero con distancia, prudentes para el roce y tímidos en el goce; dos
granaderos maricas en una caja metálica, rectangular y helada,
enhebrados por un romanticismo esterilizado, bautizados en un
noviazgo de enfermos terminales en un geriátrico de Mataderos. Me
mirás mucho porque de otra forma deberías hablar y eso te incomoda.
Cada cinco minutos te fijás qué hora es y estoy seguro de que no se
te hace tarde en ningún otro lugar. Contestás con monosílabos y
evadís las preguntas que te comprometen. Aún así -o quizá por
eso-, me interesa que estés acá, incluso callada, con tu sonrisa de
diseño y la expresión de ya haberlo vivido todo varias veces. No sé
qué te acerca a estas cenas monótonas, de brindis sin propósito y
servilletas de papel. Pienso en eso cada vez que comenzamos a hablar
del clima: para qué venís. Ni
siquiera te agradan los gustos de helado que yo elijo.
Mientras comentás algo acerca de una serie
espectacular que dan en HBO, hiper super mega recomendada, yo solo fantaseo con la
idea repetida de que pidas permiso para ir al baño y vuelvas desnuda a sentarte sobre mi falda.-
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(imagen extraída de aquí)