martes, 25 de noviembre de 2014

Perogrullo

Nos gusta la belleza inofensiva, la que no abruma, belleza discreta, sin violencia ni dolores de prospecto, esa que no se presenta como una belleza de Perogrullo, belleza no tan belleza, libre de sintéticos y siliconas, una belleza sin sorpresa, un poco rota, a veces insulsa, belleza lavada, desteñida, la que para algunos resulta horrible nos parece particularmente bella porque no es la belleza de todos, es esa, justo esa, la mía, la que yo quiero y nadie quiere o al menos no quieren todos, belleza debatida, liminar, de margen asimétrico y desprolijidad táctica, belleza grosera, silenciosa, muda, lenta pero nunca idiota, tal vez ordinaria, analfabeta, belleza como al decir alfalfa y sentir la cosquilla en el labio inferior como al pronunciar la palabra inferior, belleza superior y aún así desapercibida, sin pretensiones de ser una belleza única e irrepetible, que para qué vamos a escatimar con la belleza si al mundo no le sirve una belleza de elite.-
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martes, 9 de septiembre de 2014

secreto

Quiero la verdad. Sé que en otro momento no hizo falta saber, pero ya ves, a esta altura es necesario conocer lo que hasta hoy no quisiste decir y por prudencia fingí que no importaba. Ahora tengo que ver. Basta de adivinanzas, de cambiar de tema con un comentario jocoso, de llevar la conversación a la meseta de tu seguridad clínica. Se terminaron los refugios y las concesiones. Ya no hay tiempo ni espacio para la tregua. Dame la verdad. Acabemos con la liturgia del misterio o dejemos que el secreto se devore las sobras.-
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viernes, 29 de agosto de 2014

puchinbol

Soy el hombre del clima: tengo mis tres minutos de fama de lunes a viernes cada media hora en la pantalla de un canal de aire en un noticiero que va de seis a nueve. Visto de traje y he tenido una corbata con bicicletas. Amanezco a las cuatro cuarenta y uno de la madrugada. Me baño la noche anterior. Lo primero que hago después de apagar el despertador es darle de comer al gato. Enciendo un cigarrillo. Miro por la ventana. El sesenta me deja a cuatro cuadras del canal. Algunas personas me reconocen, porque soy el hombre del clima, el tipo que dice cómo tenés que salir a la calle, cuánto abrigo deberías llevar encima, qué calzado se recomienda para una jornada con posibilidad de lo que sea. La gente a veces me felicita. Otros me insultan. Me insultan mucho. Una vez dos pibes me golpearon porque había dicho que llovería y no llovió. Soy el cordero atado de pies y manos, desangrándose en la tierra reseca de una localidad rural en el Conurbano más hostil, una sucursal del resentimiento climático, puchinbol del capricho natural. Soy amo y señor del pronóstico. Mis amigos que tienen barco me llaman para consultar el momento más propicio para salir a navegar con sus amantes de fin de semana, estilizadísimas secretarias rubias que conocen en consultorios oftalmológicos de Recoleta. Soy expendio de buenas y malas noticias. De vez en cuando hago un chiste frente a cámara: los conductores celebran la humorada con esa risita absurda de publicidad de crema reafirmante, simpatía profiláctica que todos aceptamos con desgano en las primeras horas del día. Arriba, a despertarse que es jueves y mañana es viernes, comenta la conductora de escote amenazante. Algún día no habrá mañana porque una lluvia infinita nos sepultará a todos. Es una pena que ella no lo sepa.-
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viernes, 18 de julio de 2014

durazno

Fumar a escondidas, de madrugada, encerrado en el baño de mi propia casa y expulsar el humo por la ventanita, en un soplido delgado y paranoico. Querida, ya no puedo vivir así, orquestando intentos de suicidio a la orilla de la mesada del living con infames cócteles de Rivotril y licor de durazno, tiritando a cada instante en que presiento que se te acerca un hombre con intenciones de seducción, fingiendo que aún duermo cuando tu celular vibra y hace luces y revienta en mí la piñata de preguntas que en ese momento estoy a punto de hacerte y al final no, mejor no, quizá en otro momento, que no piense de entrada que estoy loco. No quiero vivir con la inconsistencia de que no sepas quién es quién, alumna de colegio primario que es invitada siempre a lugares peligrosos por gente siempre peligrosa. Me es tedioso sentir la presión de andar alerta, arrastrando los pies al caminar por las veredas rotas de Villa Urquiza, con pánico y mujeres que me observan y yo sin corresponderles ni en la mirada, que hasta esa señorita mínima que atiende en la recepción de AFIP, la que parece un dibujito animado, ahora me mira y me sonríe con toda la boca perfumada de seducción animal. Y yo no. Yo estoy en silencio. Yo perfumado para vos que te perfumás para todos, y recibís aluviones de solicitudes de amistad en Facebook, y yo acepto volantes de rotiserías que abren en mi barrio y que cerrarán en tres meses porque así es la naturaleza, y a vos que te invitan a degustaciones de vinos que ni siquiera existen, y yo que vine pero no sé por cuánto tiempo me quedo.-
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lunes, 30 de junio de 2014

Pilu

Te encontré de espaldas, esponja y taza con lunares en mano. Llevabas puesta una remera enorme que me regalaron en una kermés de Velez Sarsfield y unas calzas floreadas que reservaste para la comodidad de mi casa. Desde lejos, vi la danza silenciosa que improvisaste mientras lavabas las cosas del desayuno: un leve y coordinado movimiento de glúteos, estudiado bailoteo de gimnasio clandestino, pasito discreto al ritmo de una canción que sonaba dentro tuyo. Siempre te pido que no laves en mi casa porque es una actividad que prefiero hacer yo cuando estoy solo, en silencio y ropa interior. Sin embargo, ayer dejé que lo hicieras. Te miré por largo rato, aproveché esos minutos en los que creías que aún dormía. Desde el marco de una puerta lateral, a oscuras y con la gata rasguñándome para que le llenara su cubeta con alimento balanceado, sentí la punzada del romanticismo último. Tuve la estúpida intención de abrazarte pero ya lo había hecho.-
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lunes, 2 de junio de 2014

Persicco

En la profilaxis y un avión supersónico.
En el afán por convertir a un perro en una mascota de monoambiente.
En la búsqueda de vacunas, prótesis y células madre.
En los respiradores artificiales, los cuellos ortopédicos, el ácido oxálico.
En los helados de Persicco y la porra del Beto Márcico.
En las recetas de Utilísima, estantes de fenólico y el paté de rémora.
En ágapes de invierno y los jugos en polvo.
En tu discursito tipo Séneca y la mandíbula corte Íudica.
En el afecto fétido y la conservación física.
En los discos genéricos y los reproductores de música.
En la televisión pública, las anfetaminas, un dínamo.
En los colorantes, las hamburguesas de McDonald's y la yerba dietética.
En el milimétrico deseo de no cruzarte con él. Por Dios, que no haya casualidades.
La naturaleza va a las cruzadas con pistolas de cebita.-
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martes, 20 de mayo de 2014

artrópodo

Hay una canción de Michael Bublé que sirve para enamorar adolescentes pero que a mí me arrastra hacia los días más oscuros de la vida. Es una melodía con ritmo y cadencia de albergue transitorio, un tema oportuno para coger con una puta silenciosa o para aguardar el turno en la sala de espera del dentista. Ese tema en loop a mí me lleva a una farmacia en una isla de Estados Unidos, a las preguntas de los viejos que buscan drogas para paliar la impotencia sexual o el mal de Parkinson, y a las órdenes de un jefe pelado y homosexual que le regalaba iPods Nano a los empleados brasileros con la esperanza de verlos desnudos cortando el pasto de su chacrita gringa. Mi pantalón de vestir negro, mi remera celeste y mi nombre bordado del lado derecho de esa chomba siempre limpia, vibrábamos de incertidumbre cada vez que sonaba esa canción del averno. Yo tenía el pelo un poco más largo que ahora, menos barba, zapatos lustrados. Bublé nos cantaba su romance cocainómano a todos los empleados sudacas que trabajamos en esa farmacia con delirios de supermercado popular: un zoológico bilingüe al que se acercaban los residentes ricos que creen que hacen caridad cuando sonríen con artrópodo desprecio a los pendejos que se hicieron la América y pagaron un Work and Travel con exceso de work y dudoso travel. El asco, la ignorancia, el desarraigo, la soledad, el espanto, la competencia, las calorías malogradas y los cupones de descuento para comprar helado de cookies and cream, todo librado al vals de un Bublé genuino y sin esperanzas.-
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lunes, 5 de mayo de 2014

telgopor

Verano del '95: las mallas de hombre eran tan cortas como las de los jóvenes cool de ahora. En esos años, San Bernardo aún ofrecía una módica propuesta familiar. Hoy es una ciudad ganada por el prorrateo adolescente, la cocaína traída de contrabando en Lumilagros de plástico y cementerios de botellas de cerveza clavadas de punta en la arena de una playa cada vez más cercana al mar.
En el verano del '95 yo tenía seis años, un hermano de tres y un gorrito piluso color celeste. En el VHS que se muestra en pantalla, mamá -traje de baño enterizo debajo del pareo floreado- camina conmigo de la mano entre sombrillas y reposeras. Mi hermano y el privilegio de su edad viajan en los hombros de papá, que sostiene la cámara y hace chistes para animar una filmación tan estúpida como innecesaria, porque todos los testimonios -las palabras, los gestos, las imágenes captadas- dichos de espaldas al mar y durante el mes de enero, resultan siempre prescindibles. Nada serio puede ser dicho desde adentro de esa mallita a la altura de los muslos. Papá tenía puesta una de esas. En la grabación, mi hermano y yo llevamos gorros piluso. Nada fundamental puede ser dicho debajo de uno de esos gorros.
Habré visto más de cien veces esos ocho segundos que dura el video. Lo descubrí por error, una vez que necesitaba grabar unas imágenes para un trabajo práctico en el colegio: tomé un VHS cuya etiqueta decía “Coloquio final Comisión III” y ese título aburrido -por el rigor formal del contenido, o adrede, para camuflar algún video soft porno captado del cable por algún tío- me sugirió que no habría impedimento para sobregrabar. No pude borrar el verano del '95, mamá y yo de la mano, ella carga una heladera de telgopor y yo arrastro un bolso verde con baldes y palitas para hacer castillos de arena. En el fondo de la escena está el mar, subimos un médano breve, papá hace un chiste indescifrable, mamá que se detiene, gira y le dice a papá: “Michi, ¿podés darme una mano?”.
Le dice Michi, se escucha clarito. Papá no se llama Miguel, ni Marcos ni Mich. Es Alberto. Alber, para los íntimos. Pero ella no le dice Alber: hace un pedido con tono de exigencia y estratégicamente lo llama por su apodo -su propio apodo, al que solo ella tiene acceso-, con firmeza pero también con dulzura, a sabiendas de que ese reclamo forma parte de un largo rosario de reclamos de distinto tenor, siendo ese un reclamo edulcorado, inofensivo para la estabilidad conyugal, tolerable para ambas partes. Mamá todavía lo llama Michi, tuerce la cabeza para hacerlo y algo pasa en sus ojos cuando lo dice. No hay ninguna chance de que otra persona le diga así, y hasta sería desubicado que alguien -habiendo captado al voleo el apodo caprichoso que mamá eligió para él hace más de tres décadas- se tomara el atrevimiento de decirle Michi, con familiaridad no correspondida.
Después del pedido de mamá -acaso el único reclamo que lograra ser capturado para dar cuenta de que ciertos reproches sobreviven al paso del tiempo-, la cámara se apaga. En la cinta, sigue la grabación de un episodio de Las Tortugas Ninja: sus protagonistas -Donatello, Raphael, Leonardo y Michelangelo- tienen nombres de pintores famosos. A quién se le ocurre decirle Michi a un tipo que se llama Alberto.-
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martes, 15 de abril de 2014

maracuyá

Cenamos en casa, en penumbras y casi en silencio. Bebemos vino tinto con hielo -porque a vos te gusta ese pecado etílico- y hablamos del clima durante la entrada, el plato principal y el postre. Recibo tus críticas por el aromatizador -fragancia maracuyá- que instalé en el pasillo. Nos miramos lo suficiente, yo pregunto sobre tu día en las salas de espera y vos me respondés con preguntas sobre programas televisivos que dan en canales de cable y que no vi porque no me interesan.
Estar juntos es un poco ser vecinos viajando siempre en un ascensor entrechísimo, hacinados pero con distancia, prudentes para el roce y tímidos en el goce; dos granaderos maricas en una caja metálica, rectangular y helada, enhebrados por un romanticismo esterilizado, bautizados en un noviazgo de enfermos terminales en un geriátrico de Mataderos. Me mirás mucho porque de otra forma deberías hablar y eso te incomoda. Cada cinco minutos te fijás qué hora es y estoy seguro de que no se te hace tarde en ningún otro lugar. Contestás con monosílabos y evadís las preguntas que te comprometen. Aún así -o quizá por eso-, me interesa que estés acá, incluso callada, con tu sonrisa de diseño y la expresión de ya haberlo vivido todo varias veces. No sé qué te acerca a estas cenas monótonas, de brindis sin propósito y servilletas de papel. Pienso en eso cada vez que comenzamos a hablar del clima: para qué venís. Ni siquiera te agradan los gustos de helado que yo elijo. Mientras comentás algo acerca de una serie espectacular que dan en HBO, hiper super mega recomendada, yo solo fantaseo con la idea repetida de que pidas permiso para ir al baño y vuelvas desnuda a sentarte sobre mi falda.-
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jueves, 27 de febrero de 2014

detergente

Ni siestas maratónicas ni sobremesas interminables: los domingos fueron pensados para bañarse durante horas, enjuagar una y otra vez con suavidad publicitaria los recónditos laberintos del cuerpo, esas zonas que durante las duchas diarias -rápidas y brevísimas, de lunes a viernes, más por obligación social que por placer- permanecen vedadas al romántico encuentro del jabón blanco y el agua. Llega el domingo y no hay depresión. Hay malos programas televisivos, diarios insoportables y hermanas que llaman por teléfono para recordar compromisos familiares en mitad de semana. Los domingos solo hay ansiedad: al principio es helada, luego se pone tibia y culmina en la temperatura exacta. Cerrar los ojos bajo el agua, quedarse así durante unos segundos y abrirlos con violencia para ver estrellitas. Y no hay nadie. Los domingos uno se baña solo, que es la única forma de bañarse que tiene el ser humano.
Por algún capricho higiénico-sexual, hay gente fanática de bañarse en pareja. Bañarse es un decir: solo en las películas de Hollywood un dúo prolijo y bien maquillado logra estar a gusto en la ducha, compartir el shampoo y disfrutar de esa intimidad que incluye risitas cómplices y caricias guionadas. En ningún film la protagonista pide la crema de enjuague o rasca el vello que se adhiere al jabón. La realidad es incómoda y sin erotismo. No hay forma de que dos personas adultas y de proporciones normales no se estorben en una misma bañera. Se piden permiso sin permiso, se dan paso metiendo panza o haciendo puntas de pie, acomodando el cuerpo hacia un lado para ganar microespacios en donde maniobrar, pero golpean sin remedio sus extremidades y se friccionan con torpeza. En teoría, el plan es perfecto: binomio concubino maduro accede a compartir un momento de distensión y aseo. Magnífico. Lo cierto es que al salir del agua, nadie está (bien) enjuagado o uno de los dos permanece un tiempo más bajo la ducha y luego ese alguien debe quedarse a secar el piso -el ineludible destino del último-, que por mayor cuidado que se tenga, termina mojado. El baño colectivo resulta siempre una trampa detergente.-
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jueves, 20 de febrero de 2014

SUBE

Voy a taparte con cualquier cosa que sea suave: una manta de hilo egipcio, una almohada de fuego u otra mujer semidesnuda con afición a la crema humectante. Recuerdo esos abrazos de aloe vera traicionero, pegajosas demostraciones de cariño perfumado y cruel. Tus mínimos abrazos lograban taparme -no sé cómo: fueron un improbable desafío a la física de diciembre- y por eso creo que hoy merecés que sea yo el que te cubra. Parece justo, y bien sabemos que soy respetuoso de las obligaciones sociales. Solo nos convoca el check out final: tenencia compartida de alguna mascota con demencia senil, repartición de vajilla comprada a medias en algún viaje a Claromecó, cumpleaños de amigos homosexuales en común. El resto ya fue tapado con otras cosas inservibles. En las mudanzas se envuelven los muebles y hasta los libros. A los caídos en cumplimiento del deber se los guarda bajo una bolsa de nylon negro. Elijo taparte por última vez porque sé que el invierno ya cargó la SUBE.-
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martes, 4 de febrero de 2014

cilindro

Querías afecto granadero: silencioso y bien afeitado, tímido para el romanticismo, osco y de movimientos en espasmo azul marino. Un camino de seducción sin sorpresas, con invitaciones obvias en ratos libres durante un fin de semana y tu cuerpo sobre mi camiseta blanca de algodón con elásticos vencidos. Sexo rústico, animal, con tonada de frontera dudosa y prontuario reservado. Penetraciones exactas en destinos periféricos y jamás imaginados: escaleras de lugares ilustres, el marco de alguna puerta emblemática o de apuro en un baño público. Acariciar el sombrero en cilindro, sentir en tu boca el metal de las medallas siempre decorativas, desnuda haciendo equilibrio en puntas de pie sobre mis botas de cuero recién lustrado. Te cansaste del contacto cosmopolita y me pedías un cariño ajeno, un poco bruto, formal y distante. Un sexo pueril, de origen humilde y sin nombre.-
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lunes, 13 de enero de 2014

esteñas

Fueron 335 días de pensar en una misma imagen. 335 días -que son 8.040 horas o 482.400 minutos y así sucesivamente- es mucho -demasiado- tiempo para (re)pensar en un recuerdo que no dura más de tres segundos: los pies hundidos en la arena, la última ola de la tarde me baña los tobillos y escucho explotar las burbujas de la espuma del mar. Como cada año, procuré no morir antes de revivir esa imagen. En esos 335 días de transición hacia la postal deseada, estreché manos tibias de médicos fríos en salas de espera. Besé desconocidos en salas velatorias, dije lo siento mucho a personas que realmente sentían mucho la pérdida, tomé vasitos de café vomitivo que ofrecen de compromiso en esa clase de reuniones finales. Me peleé en el ingreso a un cine, sufrí una descompensación frente a la gerente un banco céntrico, pagué facturas y alimentos no perecederos y cargué nafta y tuve relaciones sexuales en la ducha de un albergue transitorio y me quedé dormido contra la ventanilla de un tren y nunca dejé de pensar en el instante místico vacacional, ese puñado de segundos en los que mis pies sentirían el agua helada del mar. De cara a la inoperancia de las adolescentes cordobesas del call center, la desidia esgrimida por los empleados en la mesa de entradas de cualquier juzgado y la soberbia de los amigos con dolarizadas aspiraciones esteñas, sobreviví gracias a la violencia muda del mar en mis pies. Llegué otra vez a la playa. El mar no envejece y no tiene tiempo pero yo sí, aunque ahora no lo note. Pensé tantos días en estos segundos que hasta me veo casi en la obligación de decir algo, agradecer, rezar, llorar como un imbécil mientras a mis espaldas se vuela una sombrilla color verde y blanca. Acá estamos: los pies hundidos en la arena y la última ola de la tarde. Ya casi olvidaba cómo es el instante posterior al deseo.-
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