lunes, 14 de noviembre de 2011

ensordecedoras

Omito decirle a mi analista la cantidad de noches en que sueño con Deborah Pratt: temo que me tome por un loco sexual y me obligue a comprar esa medicación que conozco bien y que dejó estúpido a más de un ex compañero del colegio. No quiero que piense que hubo un retroceso en nuestra terapia, y entonces me ate sin sentido a más sesiones que se traduce en más dinero puesto en ese diván infame. Prefiero mentirle y decir que mis sueños son vulgares: chispazos de una infancia en Trelew, mamá de compras por el barrio, visiones de mi mismo ahogándome en el mar, pero nada de actrices porno y muchísimo menos de Deborah Pratt.
No recuerdo haber pensado en su cuerpo desnudo ni una sola vez. Por el contrario, nos imagino de la mano, o en una cena de esas que no puedo pagar, contra una ventana de esos restoranes muy paquete que hay en Puerto Madero. Ella y yo, en charlas de temas banales, sin pensar en acostarnos, en sus gemidos remunerados y en el pelo que se le pega a la frente cuando transpira de penetraciones múltiples y ensordecedoras. Sueño que tengo a Deborah un domingo en el almuerzo, yo que pellizco un pan francés mientras ella trae los ñoquis con tuco y mamá le sonríe como las buenas suegras le festejan los gestos nobles a las buenas nueras. Tenerla a un lado en la mesa familiar, servirle coca-cola light, limpiarle la comisura de los labios con resabios de salsa. Quererla a cada instante y sin hacer preguntas. Que se duerma en mi falda mientras juego a la PlayStation: ganarle al puto del hermanito que se elige siempre al Barcelona, el muy cagón. Volver de la oficina y poder tomarla desde atrás para rendirme contra su espalda. Eso, hasta que el sueño se agote.-
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(imagen extraída de aquí)

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