Rey Momo, los siete locos y yo

Siete simpáticos muñequitos de juguetería se acercaron a mi puerta con - cuasi-tenebrosos -disfraces de Halloween. "Dulce o treta", fue la consigna. El pomo de Rey Momo me advirtió que hablaban muy en serio. Pensé en salir de casa, obligarlos a escuchar durante largas horas toda mi -falsa- lectura del Martín Fierro, tomar mate juntos, hacer tortas fritas, untarles dulce de leche y hacer dibujitos -con una birome, obvio- de la bandera Argentina mientras escuchamos tango. Mmm. Aguafiestas. Y el tuvo de Rey Momo amenazante, en las inexpertas manos de los duendes, anónimos y no reconocidos hijos del capitalismo, la globalización y un proceso que incluye bondiola con algo de chimichurri. Eran unos niños, tan solo unos niños. También pensé en voltearlos cual máquina expendetickets derriba-los-dientes-del-payaso de Sacoa, o en su defecto, Playland. Pero nunca tuve habilidad para las patadas voladoras, y prefiero a Siddartha que a Jackie Chan. No sé por qué.
Entonces abrí la puerta. Eran lindos, tiernos, dignos nietos de una abuela que teje mientras ellos corretean las palomas. Tomen purretes, que lo disfruten, dije mientras dejaba caer sobre sus cuerpos disfrazados algunos cuantos "dulces", cual piñata humana. Me ensuciaron todo el palier de Mielcitas sabor frutilla. Alcancé a decir la juventud está perdida. Al menos no consumen paco.