En Lila todo tiene un precio, y eso, de a ratos, es bueno. El dinero divide y marca distancia, pero en Lila tiene la cualidad de aglomerar y otorgar una llamativa igualdad de oportunidades: cualquiera con cien mangos se toma un champán, los afortunados con tres gambas se pueden llevar a una respetable atorranta -ojo, no se acepta tarjeta de crédito- y el que tiene un poco más, combina y en una de esas hasta comparte la parranda. Pese a las bondades de un lugar así -tan democrático, tan poca ropa y tan tanto amigo de jolgorio y vino espumante a tomarse del pico en botella tibia- hay algo que desespera: saber que la gente festeja y que uno está en otro nivel (más bajo). Las tarimas chorreantes del sudor de las paredes blancas, los espejos recién marcados por las manos de las putas que resbalan a cada lugar, la voz rasposa de un locutor cocainómano social y las luces verdes y rojas que giran la pista y rebotan contra el caño abrazado una y otra vez por las piernas de una mujer distinta y semidesnuda cada noche, tornan a Lila un espacio genial, pero que los invitados de la Casa sean tan alegres y dispuestos a festejar, y uno con menos pulgas que un limón, ese contraste furtivo es el que desgasta la imagen. El lugar es fabuloso, pero no estar a tono vuelve al piringundín un mero consultorio de endodoncia, y yo, claramente -tristemente, salvajemente- a esta altura soy un depredador hogareño y de hábitos conyugales.-
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(imagen extraída de aquí)
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