La tristeza logra reacciones antinómicas en el ser humano. Así como el hambre nos vuelve conformistas, la soledad hace joyas en la miseria ajena. Entonces a uno se le ocurre que quizá no era tan malo eso que tenía ella de dejar colgada la ropa interior en las canillas de la ducha, o que no cocinara en lo absoluto: después de todo, uno puede hacer platos elaborados después de haber trabajado trece horas seguidas. Incluso se vanaglorian las pésimas sesiones de un sexo monótono, aburrido, mecánico, rutinario y hasta robótico. Lo más penoso de todo es jactarse de esta reacción. Allí se genera un malformado Síndrome de Estocolmo, agradecimiento desmedido –e injustificado- hacia un alguien que ya no escucha ni quiere hacerlo. Es una sensación tragicómica, ambigua, una suerte de anestesia casera. Uno le extiende la mano al triste recuerdo y, como al oído, en un susurro, le dice gracias, a lo que Pepe Grillo, la estúpida voz interior del mismísimo recuerdo, una voz displicente y más soberbia que la propia, parece contestar de nada.-
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