Mi primer dedo meñique -mano izquierda, sesenta y ocho milímetros de inutilidad, carne y algún que otro hueso mezclado con flácidos músculos- se lo vendí a un granjero del centro de Buenos Aires. Él decía que con su nueva adquisición levantaría más baldes de agua, y podría ayudarle a correr las sábanas cuando llegaran los primeros inviernos. Hecha la transacción correspondiente, hasta llegué a pensar que había realizado un acto de grandeza, una verdadera buena acción. Después de todo, yo ya no necesitaba mi dedo meñique, y me sentía más cómodo sin él: ya no debía pensar en darle una utilidad a un dedo tan ridículo y débil, empleado haragán al que hay que buscarle una tarea para justificar el sueldo. Ya no tenía que extenderlo al tomar el té, ni cubrirlo con vendas cada vez que se fracturaba. La única -nueva- preocupación era encontrar un interesado para el dedo meñique restante: arruinar la simetría del cuerpo en la forma en que yo lo había hecho, era una insensatez. Por eso, era necesario hallar un comprador. Mientras tanto, el dedo meñique derecho aún reposa en mi mesita de luz, quizá pensado en la flamante vida de su semejante, deseando su misma suerte, o todo lo contrario, imaginando al acecho de qué nuevas -falsas- aventuras se encontrará, en qué mano ajena que ya le habría explicado que su dueño primero, sangre de su sangre, lo había dejado ir.-
sábado, 3 de mayo de 2008
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