Le dio un puñetazo al estereo y logró así acomodar la radio en cualquier programa de la A.M. El Plymouth Barracuda arañaba el medio tanque de nafta y con eso no llegaría ni al inicio del puente Zárate Brazo Largo. Debería entonces parar en una estación de servicio, cargar combustible y fingir tranquilidad mientras fumaba los cigarrillos más baratos que pudo haber comprado para luego desprenderse un botón de la camisa a cuadros, orinar de apuro en los mingitorios siempre sucios, sentir el vaho a naftalina, robarse una botella de agua mineral, unos cuantos caramelos de adentro de un frasco junto al mostrador y hacerse un corte preciso -ni muy profundo ni demasiado intenso- en alguna parte visible del cuerpo para que nadie sospechara de la sangre goteante del policía que todavía chillaba en el baúl del Plymouth embarrado. Se encargó de cubrir la patente con la misma franela que utilizó para taparle la boca y degollarlo en los primeros kilómetros de la ruta: tramos muertos de pasto quemado por los últimos veranos, el cuerpo tendido de un policía espasmódico entre latas vacías, bolsas de consorcio con pañales usados y escombros de viejas construcciones jamás terminadas. Ahora sólo quedaba huir -¿de quién?- y buscar algún lugar donde pasar la noche, tal vez un motel dos estrellas y un viejo cantinón donde curarse la herida con papel higiénico y vodka. Sería una pena que el policía que ahora sale del bar preguntara por la sangre que chorrea del baúl. Pero no pregunta. Aunque también sería una lástima que ese mismo policía saludara con un leve cabeceo, halagara el estado del Plymouth -un Barracuda, modelo '70, impecable, mi amigo- y después exigiera el ticket de compra para verificar el pago de los caramelos que ahora se lleva a la boca, todavía con un suave dejo a la sangre que debió lamerse para pasar por un turista más, lastimado por su propia torpeza con algún utensillo de cocina y perdido en medio de una ruta con destino vaya uno a saber dónde.-
.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario