lunes, 20 de diciembre de 2010

anfiteatro

A ella le gustaba verlo orinar con la puerta abierta y en su propia casa, en ese baño decorado con cuadritos en rosa, la cera depilatoria escondida detrás de la crema enjuague para castañosquebradizosdesecoagraso, jabones con formas de corazón, esponja vegetal sin uso, vencidas muestras gratis de colonia de mujer, ropa interior lila en un canasto de mimbre, envoltorios de toallas femeninas en la periferia del tacho de basura y todo tan perfumado con la incómoda fragancia a praderasilvestredeeucaliptoegipcio. Ella solía esperar a que él se encerrara para abrir la puerta y tomarlo desde atrás, verlo atrapar su intimidad, colaborar en esa confesión escatológica, lamer su nuca y después la espalda y después el pubis y después besarlo. Jamás tuvieron sexo sin que ella antes irrumpiera mientras él improvisaba un meo famélico y al principio entrecortado por el estorbo que implicaba tenerla sentada sobre el bidet, de bracitos cruzados, comiendo frutillas recién humedecidas en el tazón plástico. Entonces comía y miraba -mórbida espectadora de anfiteatro en casa, inspectora higiénica por deporte- cómo él se acomodaba, se reía, pedía que se fuera, que lo dejara tranquilo. Y después, abrazados, tropezaban en un bailoteo torpe hasta llegar a la cama, con los pantalones por los tobillos y las frutillas que se caían en el trayecto.
Sólo a ella le gustaba verlo tan sucio, masculino, de pie y con las manos sobre los azulejos de su propio baño. Le gustaba sólo a ella hasta que el otro -el titular, pareja estable, respetado y respetable que no admitía ni ser espiado por la mirilla- se dio cuenta de la curiosidad de una tabla del inodoro siempre levantada en una casa de mujer que vive sola.-
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(imagen extraída de aquí)

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