En la tediosa sabana africana, los guepardos persiguen a las gacelas a una velocidad de 140 kilómetros por hora. La gacela, algo más lenta que su predador, para salvarse debe huir en zig-zag: la velocidad a la que corre el guepardo -que se cansa a los 30 segundos- no le permite frenar, y su cola no hace suficiente contrapeso como para mantener la estabilidad en la caza. Mientras tanto, en un telo en la Ciudad de Buenos Aires, entre sábanas compradas en Once, cigarrillos de atados de 20 y una tenue melodía de César banana Pueyrredón, los animales africanos jamás se imaginan que una mujer gambetea mis manos con paciencia de gacela astuta.
A diferencia del guepardo, yo no me canso a los 30 segundos. Ponele a los dos minutos. Cálculo estimativo, a ojo.
A diferencia de la gacela, ella no es inofensiva. Y tiene un perfume exquisito.
Pero después de insistir y fracasar, me muerdo la cola, y me acurruco en un lugar de la cama, le doy la espalda, miro por la ventana hasta sentir el cantar de las gacelas, que se relamen y comparten su tristeza con el guepardo, y ahora ella dice mi nombre y yo ya no quiero, ya entendí, prefiero que se vaya pero al fin y al cabo me acerco y la gacela termina devorándose al guepardo.-
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(imagen extraída de aquí)
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