Le gustó sentirse observado: en lugar de incomodarse -como hubiera hecho en otra circunstancia-, prefirió tomarlo como un halago silencioso. Los casi ciento cincuenta invitados -entre los que se encontraban la reina de España y la condesa de Saint-Cirq-Lapopie, una jovencita de buena familia a la que había intentado seducir en más de una oportunidad- estaban de gala, y para no ser menos, él controlaba que su moño estuviera en perfecta simetría con el cuello de la almidonada camisa blanca. El saco -de seda y hecho a medida por uno de los sastres más exclusivos de París- lo hacía sentirse importante entre toda esa gente importantísima: señores con habanos, las mujeres de los señores con habanos y los hijos de esas mismas parejas, parte de la goteante aristocracia sobreviviente, puñado de adolescentes que iban al baño para fumar marihuana lejos de la mirada de los mayores. Todos y cada uno de ellos, se detenían para observarlo y dedicarle una sonrisa que él entendió como un gesto de aprobación en los hombres y de histeriqueo en las mujeres. Ante la simpática reverencia, prefirió ser discreto e indiferente, continuar con el acting de su indecisión frente a la mesa de canapés y el estudio milimetrado de las burbujas que rompían contra la superficie de su copa de champagne. Fue una pena que al terminar el cocktail, ya sobre el cierre de la noche, se diera cuenta que había olvidado ponerse los pantalones.-
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(imagen extraída de aquí)
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