Tengo una lapicera con mis iniciales. La perdí un par de veces pero siempre aparece: la busco en mis bolsillos, entre papeles, en el escritorio y en las mesas de los bares. Creo que la encuentro más por las ganas de encontrarla que por las gestiones que hago para dar otra vez con ese pedazo de metal insignificante, que no es tan diferente a cualquier lapicera, pero que tiene mi nombre, y eso es lo que la hace importante, distinguida y mía. Las iniciales, prolijas ellas, cuidadas, estéticas, simétricas. Es una noble lapicera que cumple la exclusiva función de acompañarme y decir quien soy, porque siempre que yo mismo me olvido de mi nombre, ahí está para rescatarme del anonimato: sus cuatro finas letras en el vértice del acero brillante. Es una de las pocas cuestiones que me pertenece. Mi nombre y esa lapicera, que de alguna forma, son lo mismo e implican respeto y tradición. Es una lapicera pesadísima. Cargo entonces con mi nombre y el de un puñado de familiares. Implica una responsabilidad de a ratos incómoda. Pero vaya uno a saber por qué me tocó a mí arrastrar con esa lapicera, esas mismas iniciales repetidas a lo largo de las generaciones que viajaron en barco, padecieron, procrearon con otros nombres. Son siglas que se traducen en papel y a la hora de aclarar la firma. Y a la larga, será lo único que quede: un nombre, más o menos solemne, pero siempre con algo que decir.-
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