No dramaticemos, dijiste y fue un comentario acertado, un parche mal puesto en mi afecto mal puesto, pero sirvió para calmar. Entonces, con ese gol que metiste con la mano, en ese intento displicente para dejarme contento y sin vos, convenciste a esta bestia anestesiada. Y hasta te di la razón. Pero ahora que pasaron unos meses, y esto de morder el pasto y abrazarme al banco de suplentes ya no me conforma, me gustaría saber qué vas a hacer cuando Madrid se te haga monótono como a mí viajar en la línea A, o al momento en que te descubras aburrida de planchar una y otra vez el mismo calzoncillo slip color salmón, con el elástico vencido y que ya perfila una prolijísima llanura de pelotitas de algodón a la altura de la entrepierna, mientras en una radio clavada en A.M. suene ese tema por el que Montaner no merece vivir (o al menos, no de la música). Ahí sí contame. Digo: no que me cuentes cómo será -ya lo sé, lo imagino: vos, de uñas descuidadas, experta usuaria de los deliverys palermitanos, adicta a la levotiroxina por deporte, para tener un pasatiempo que no sea mirar repeticiones de los reality shows holandeses-, sino que me cuentes -me contabilices- entre los primeros puestos en tu lista de posibles candidatos a serrucharle el piso al cabeza de palangana de tu marido. Avisame antes de que me caiga de la intención romántica. Y antes de que a vos se te caigan hasta las agallas para llamarme.-
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