viernes, 4 de febrero de 2011

Rivadavia

Debato por días con la mujer del 113, y ella sólo responde la hora: insignificante reloj parlante con su voz monocorde, y yo que le cuento anécdotas y la invito a salir, y ella que nada, que son las mil y una y ese bip afinado en NO mayor. Salgo con el auto para encender el GPS y sentir que todavía existe una mujer con el grato permiso y la convicción de que tiene sentido darme órdenes. Su voz metálica -el acento españolizado, casi tartamudo, de taxista subnormal, burócrata empleada drogada o de adolescente en el clímax de un pedo violento con Fernet vencido- me seduce, invita a girar a la izquierda, llegando a destino por la derecha. De qué destino me hablás. Qué es en concreto ese destino apócrifo, de pantallita digital. Y a dónde voy sin esa mujer que se escapó de casa sin siquiera lavarse los dientes, a las apuradas tomó sus zapatos y se los llevó en la mano como para no hacer ruido, y en el camino me robó una réplica de un cuadro de Van Gogh. Qué trucha ella y la réplica y la situación. Y ahora tengo que viajar en subte o ir a las colas del banco para sentir un poco de compañía, el calor humano de las masas en traje. Colgarme de conversaciones con extraños, hablar de la farándula, programas del cable y series que no sigo. Pelear con los jubilados que juegan ajedrez en el Parque Rivadavia. Regatear con la compañía de gas. Despreocuparme por tu estado bucal y mi salud emocional.-
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(imagen extraída de aquí)

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