El deseo de ahogarla con la almohada del telo fue un disparo tan hermoso como cínico, pero fue sólo eso: un disparo después del sexo y nada más. De verdad, nunca quise matarla. Yo no la maté, o ahora van a pensar que sí lo hice, que tenía intenciones de no verla más. Tenía la idea de no volver a verla, pero no así, tan de repente. No la quería, pero esa no es razón para verla muerta, y es todo lo que puedo decir. Más de una vez le di la espalda, quizá un tanto mambeado por esa imagen de ella en grito sordo contra la funda de la almohada, los brazos en shock y tintineantes, los pies estirados, volados por cuarto. Si es verdad que detrás de los espejos de los albergues transitorios hay cámaras o personal de limpieza que espía, me hubiese dado vergüenza el sólo hecho de que me vieran ahí, al filo de la cama, callado y con la mente en esa fotografía oscura, bajo las luces dicroicas del jacuzzi humeante. Si la hubiese matado -cosa que no hice-, sin dudas hubiese elegido un telo para dejar el cuerpo. Una cama que no es de nadie, miles de huellas por todos lados, un terreno neutro al que jamás volvería y del cual no tendría recuerdos. Nada de matarla en una esquina, dentro de un auto, en un baño del Centro. En un telo hubiese estado bien. Pero yo no lo hice. No juro que no la maté porque no se jura. Pero si tengo que jurarlo, te lo repito, yo no lo hice.-
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