Marilyn grito, aplaudo, chiflo. Y nada. Ella suele ser tan atenta, basta con que haga sonar el llavero para que su emoción de pelo marmolado se acerque a mis pies. Y esta vez, nada. Marilyn tendrá mejores cosas que hacer. Vuelvo a llamarla, le miento con un pedazo de carne que acabo de comprar en el almacén, y ella que ni se mueve. Hasta que la veo asomarse por detrás de una pared: perro que juega a las escondidas, nostálgica shitzu de doce años que quiere volver a la pubertad para divertirse sin las responsabilidades que hereda la madurez canina. Ella tan virgen, tan sólo mía, ella sí que fue mejor que cualquier mujer, siempre tan fiel, tan cerca de mis ataques de pánico y del delirium tremens. Y verla así, arrastrarse con los ojos apagados, es en verdad un tiro en el abdomen de nuestro íntimo matrimonio. Soy yo entonces el que se acerca a ella, el que le hace fiesta y la alza del piso. Apenas levanta la cabeza para saber quién soy, pero parece no reconocerme. La dejo en el sillón y voy hasta la cocina para llevarle agua y algún pedazo de pollo. Lo acerco a su hocico pero no puede más que lamerlo y dejarlo en mi mano. Vuelve a mirarme, se voltea para que le acaricie el lomo y allí sí, sonríe. La veo estremecerse por última vez, sobre la cuerina del sofá, hasta que ya no siento sus pulsaciones mínimas. Le cierro los ojos: no hay nada para ver.-
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2 comentarios:
uy... no sé si es que hoy estoy sensible o qué, pero me dio cosita!
me encantó el principio! qué feo momento ese... no quiero ni pensarlo, ojalá a mi perro no le pase.
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