Una mano que aprieta mi mano sobre la metálica reposera hecha cama; mis pies y tres botellas de cerveza vacías, hundidas en la arena de Buzios; unas cuantas palmeras que den sombra para la siesta; mi camisa hawaiana; un sombrero de paja que haga de telón absoluto entre mis ojos y el sol; y María Creuza, Vinicius de Moraes y Toquinho cantando A Felicidade, en vivo y sólo frente a nosotros: esa es una buena aproximación a la postal que desde hace un tiempo yo tenía calibrada para mi futuro cercano de alegre vida marital. En ese delirio premonitorio -en el que omití citar una más que abultada cuota de sexo salvaje- sólo había una mano que apretaba mi mano derecha, aferrada a la reposera. No eran dos. Pero no sé por qué, desde ayer que tu mano -la reconozco, distingo esos dedos blancos y finos, tan delicados todos ellos, las uñas pintadas de lila- la que se cuela en mis highlights monogámicos para estrechar la mano libre, la izquierda, y susurrarme al oído: tu camisa hawaiana es muy fea. Vendríamos a ser entonces una suerte de feliz pareja de a tres, un concubinato moderno, aventura grupal, generosa, de vacaciones o fantástica trampa. Ella, con su mano dormida sobre mi mano derecha; vos, de caricia y sugerencia sobre mi mano izquierda, y mirándome de reojo desde el fondo de tus Ray Ban risky con animal print.-
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