(Viene de ayer)
Un cañonazo a nuestras espaldas llenó el estudio de grabación con miles de papelitos metalizados que fueron alcanzados por las luces blancas que se prendían y apagaban y giraban en el piso y en los atriles. La tribuna coreó durante algunos segundos el nombre de Adalberto, que una vez de pie, levantó los brazos con alegría de cumpleaños. La melena llena de papelitos metalizados de la conductora rubioplatino y la mismísima conductora rubioplatino, besaron en la frente a un Adalberto transpirado, hermoso y triunfal. Adalberto se acercó para darme un abrazo -como si nos conociéramos, con improvisada confianza-, estuviste muy bien, dijo mientras la cámara cerraba un plano de nosotros dos: yo, quietísimo, labios apretados, y Adalberto que me felicitaba desde su boca perfecta, sus dientes todos alineados y ese perfume a fragancia de papá con Doctorado en Stanford. A mí nunca me gustó mucho sonreír. Aunque mamá lo niegue, de chico que tengo las paletas tiradas hacia adelante -creo que por chuparme el dedo gordo hasta la primaria-, y eso me inhibió desde siempre. Menos iba a mostrar los dientes ahí, en cámara, frente a toda la audiencia y a un lado de Adalberto, que ahora pedía un fuerte aplauso para mi rival, que de verdad, se lo merece.
La gente aplaudió más el gesto de Adalberto que a mí, que ahora era de a poco desplazado hacia el decorado por una promotora de un yogur para el tránsito lento, enfundada en un estrechísimo vestido rojo. Para el implacable vencedor, llegaba una flamante bicicleta amarilla con cambios: la misma que le pedí desde los 9 hasta los 23 años a Papá Noel. Ahora era de Adalberto; mi propio sueño era un caprichito del muy forro de Adalberto, que apenas llegaba a los 12 años y a los pedales. Antes de que yo saliera del plano, la cámara captó al ganador, que se escapó de entre los brazos de la rubioplatino para darme un último saludo y abrazo. Estuviste genial, tenés que leer un poco más y listo, simplificó en mi oído. Vos tenés cáncer, Adalberto, le contesté, mientras la promotora me tironeaba para despejar el cuadro y dejar solo a un Adalberto ya sin sonrisa, pero con una bici amarilla, nueva y con cambios.-
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