Villa Natalicio arrastra una misteriosa contradicción: si bien la gente madura antes que la de la ciudad, allí se vive más despacio. Y no se interprete que todo sucede más lento ni que el tiempo pasa distinto: es pura culpa de la gente, que dilata los acontecimientos, posterga los finales de cada anécdota para tener algo que hacer dentro de un rato, para rellenar ese momento próximo que de otra forma, quedaría libre y abriría la puerta a la desesperación del campo infinito. Entonces las charlas cotidianas, triviales y estúpidas, pueden demorar horas. En otra manera, la tarde duraría sólo quince minutos. Y no es así. en Villa Natalicio, la tarde dura lo que dura una tarde, pero para eso, la gente debe acercarse, levantar la cabeza, acomodarse la boina, pedir una silla, aceptar la ronda de mate a la que es invitado, prolongar los silencios. Sorber de la bombilla. Mirar el pasto. Elogiar algún ternero. Hacer una epopeya de una escena cotidiana. Pero nadie cuestiona al otro. Conocen el código. Lo aceptan, se resignan al tedio de las conversaciones banales, lo entienden como necesario para conservar esa estratégica paz que los mantiene a salvo. Porque también saben que es ese engañarse, el dilatar las palabras y la vida, lo que los empuja a no enloquecer.-
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(Imagen de NNN.-)
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