A los cinco años descubrí el placer de vivir bajo el agua hirviendo. Para ese entonces podía controlarlo: permanecía unos segundos en ese delicioso calor y luego la entibiaba. Años más tarde, no podría evitar la excitación que genera ver la piel roja que se arruga hasta partirse y mostrar nuevas pieles más profundas. Cuando mamá me encontró sentado bajo la ducha, irritado y jadeante, inmerso en el vapor que se acumulaba luego de horas y horas de haber tenido las canillas abiertas, se puso a llorar de vergüenza. Sos un estúpido, me decía, loco de mierda, mirá lo que te hacés. En el colegio comenzaron a llamarme leproso, y las maestras no dejaban que nadie se sentara conmigo. Ir a la escuela era cada vez más difícil, y cuando estaba solo en mi casa y mamá tejía, si me ponía a pensar en mis compañeros sentía odio y corría a mojarme bajo la ducha. Mamá toleró la humillación durante algunas semanas, hasta que me cambió de colegio. Era verano y ella me vestía de mangas largas para que nadie viera mis heridas. En caso de que alguien preguntara si tenía calor, yo negaba con la cabeza y explicaba que siempre tenía frío. Nunca fui a dormir a la casa de nadie: mamá no me dejaba, decía que me mirarían raro si se daban cuenta de mi tema. Para no hacerme sentir tan mal ni tan solo, mamá dejaba que me quedara durante horas bajo el agua hirviendo. La única condición es que no le digas a nadie nuestro secreto, me decía y sonreía, sentada en el baño mientras veía cómo me bañaba durante largo rato. Sí, contestaba yo, y le hice caso nada más que durante el resto de su vida.-
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(imagen extraída de aquí)
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