Abrió los ojos en el sillón y se retorció en una pesadilla blanca y que le tapaba los ojos. Al fin, se asustó al reconocer sus lugares: estaba en el living de siempre. Desnudo, se arrastró hasta el calendario para corroborar la fecha: martes, tres de la tarde y el sol era un punzón que le ardía en los pies. Sentado a la mesa, Henry -algo más despierto- lo seguía con la vista mientras se comía las dos ultimas galletitas de sésamo. luego de algunos segundos, cada uno en cabeceras distintas, se enfrentaban con una mirada salvaje y de niebla. No había galletitas, ni leche, ni cigarrillos ni ganas de hablar. En esos seis meses en los que habían vivido juntos, cientos de mujeres y hombres se habían acercado hasta su cama, y amigos con papeles, y no tan amigos con más y mejores sustancias, y de a ratos traían libros, tortas, souvenirs y películas, y todo reinaba en un clima de promiscuidad casi familiar. Pasaban las noches en la misma cama, con los cordones de las zapatillas que apretaban sus brazos, y dos o tres o cuatro mujeres sin nombre, que al final de la jornada, intercambiaban de común acuerdo. En esos encuentros en que permanecían espalda con espalda, no descartan alguna vez, en pleno delirio toxicológico -o con esa excusa-, haberse querido de más. Pero no lo recuerdan. Y ahora él, con el pánico en los ojos -animal que siente la proximidad del cazador- abría la carpeta que ayer había ido a buscar al hospital y que no había querido ni ver hasta esa tarde. Antes de comenzar a leer, pidió un pelpa, y Henry negó con la cabeza. Entonces leyó. Estaba quieto, y Henry no tuvo que preguntar para saberlo. La serie de excesos, despilfarros y viajes mescalómanos, al fin le daba el peor de los cierres a la convivencia más amena: la mal llamada peste rosa había desenbarcado en casa, y todo indicaba que no podrían saber hasta dónde llegaría su coletazo.-
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(imagen extraída de aquí)
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