Desde que la abuela me aseguró que no iba a vivir todo el tiempo con mamá y papá y que algún día el dinero de tío Carlos no me acompañaría ni en viajes ni en regalos ni en salidas, supe que de alguna forma, debía desarrollar una actividad que diera frutos económicos. Luego comprendí que además de esfuerzo, la actividad debía ser lícita. Eso complicaba el panorama. Dicho y hecho: tío Carlos murió de tres balazos en el pecho en medio de un tiroteo en la puerta del Banco Nación de Plaza de Mayo, tan sólo dos meses después de las prematuras -y casi elocuentes- explicaciones de la abuela. Todo el dinero del tío fue a parar a manos del primo Juanse y Gastoncito, sus dos hijos adoptivos, que una vez cumplidos los dieciocho y veintidós años respectivamente, parecieron ponerse de acuerdo en despilfarrar la herencia en fiestas, alucinógenos, juegos de azar y putas del Rosedal. Mientras tanto, el jolgorio desfilaba por delante mío, y así la progresiva destrucción de mis primos, que debieron ser rescatados por la mismísima abuela que los internó en una granja de rehabilitación. Hoy son dos entes más bien flacos, que se babean en sillas que dan a la ventana, y de a ratos recuerdan el último sexo con sus últimos pocos pesos que jamás pudieron conservar. Cada vez que voy a visitarlos, me regalan uno de esos horribles cuadros que pintan en la granja. A veces parecen querer decir algo, pero entonces vuelven a babear.-
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(imagen extraída de aquí)
1 comentario:
y a todos en algún momento nos toca trabajar y dejar de depender de los otro.. a mí también, en mi casa ya me avisaron =7
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