Por Mike Polvino
Hace una semana desperté con un visitante imprevisto, que vino a demoler ese intachable fixture de mujeres hermosas y romper con mi racha de buen sexo. Un gigantesco grano en la punta de la nariz indicaba que hasta allí había llegado mi suerte, las noches de conquista en boliches de fin de semana y elocuencia en bares y colectivos de línea: frituras, chocolates, el tomate, frutillas y vaya uno a saber qué otras comidas anfitrionas del sebo, me jugaban al fin una mala pasada y se vengaban sin el menor reparo.
Pese a que nadie hizo ningún comentario por lo alto -"ahí viene el payaso", o "eso te pasa pornoco", cosas por el estilo- durante toda la semana sentí que la gente no podía mirarme a los ojos. Por el contrario, se quedaban bizcos en mi nariz: alumnos de jardín de infantes que no pueden evitar poner en ridículo al diferente. Y ridículo fue la palabra que mejor me caracterizó a lo largo de esos días en los que tuve que tolerar los inservibles debates entre ¿qué es mejor, la sangre o el pus?, o ¿es preferible apretarse hacia adentro o estirar la piel hacia afuera?, y toda esa serie de inútiles discusiones que no hacen más que poner en evidencia al damnificado y traerle, en este caso a mí, algún que otro flash de los catorce, quince, dieciséis años de acné juvenil.
.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario