El espejo del despintado ascensor de la casa velatoria me devuelve mis ojos bordó, aún más rasgados de lo habitual. Cabe señalar: mis ojos -de por sí semiasiáticos- en el nuevo reflejo son mínimos: dos raspones por donde se asoma una línea de un blanco sin brillo. Abrimos la puerta del ascensor en el segundo y último piso. Como en la vida misma -qué ironía-, hay dos caminos: izquierda o derecha, salón A o B. Mi amigo elige la puerta A: granaderos hacen sonar un puñado de redoblantes que jamás sonaron. No reconocemos a nadie, pero nunca reconocemos a nadie. ¿Este es el velorio de Doña Olga? pregunta mi compañero, y un pibe recostado en un sillón -tiene una horrible camisa blanca a cuadritos, metida dentro del pantalón azul marino- niega con la cabeza. Entonces cerramos la puerta. Uno frente al otro, en el hall del segundo piso, los labios apretados contienen una risa cínica: la cabeza de mi amigo parece explotar, su risa es un alarido de bestia, y se sabe que la risa es un alpinista que trepa por la garganta sin respetar ni el menor sentido de la ubicación. Grita sobre mi hombro para descargarse. Lo abrazo para disimular. Una mujer nos mira: exagero mi llanto por un muerto sin nombre. Bajamos por las escaleras, y esta vez, miramos la cartelera para no meternos en un velorio que no nos pertenece. A Olga la velan en la única sala de la planta baja. Apenas abrimos la puerta, me doy cuenta que es el mismo lugar en el que despedimos a mi abuela. Siento un asco visceral por este cuarto. Todo el barrio está reunido para darle el último adiós a Doña Olga, la kiosquera más gorda y policía e hija de puta de Villa Devoto. Y nadie puede negar todo esto que les digo. Pero el barrio es eso: una fosa de gente careta. ¿Quién no le robó jamás un puñado de caramelos a la gorda Olga, más en el último tiempo en que estaba ciega? tengo ganas de preguntar, pero me limito a dar el pésame a gente que ni conozco pero que llora, y que por eso supongo que deben ser familiares. Mientras tanto, me miro de nuevo en un espejo. ¡Mis ojos! ¡perdí mis ojos!, pero hasta hace unas horas los tenía debajo de las cejas. Puta madre, siempre me pasa lo mismo. Y ahora tengo hambre. Escarbo mis bolsillos en busca de un caramelo de esos que le choreábamos a Doña Olga. Y lo encuentro. Un media hora. Algo es algo. Y mientras lo pelo y todos me ven, observan cómo el tipo angurriento se mete en la boca una bolita color cocacola con sabor a anís, mientras hago este ademán que más que ademán es una reverencia, pienso no tendré ojos pero tengo un Media hora: este caramelo con gusto a mierda es para vos, gorda Olga.-
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(Imagen extraída de aquí)
3 comentarios:
wenísimo!
fuiste fumado a un velorio?
hubiese pagado por verte actuando de persona sin consuelo
¡Genial!
Clap, clap, clap.
Venía esperando este texto eh.
Un abrazo.
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